Doña Elvira y el robot de la voz encantada
Doña Elvira siempre conseguía lo que se le antojaba. Rica hasta para ponerle mármol al gallinero, un día se encaprichó con un robot de última generación. No lo compró por necesidad —a ella no le temblaban las manos para pelar una uva— sino por pura moda y vanidad.
El robot, una maravilla tecnológica, no solo caminaba, cocinaba y recitaba poesía francesa… también estaba conectado a un estudio profesional de música donde, con filtros, efectos especiales y armonizadores digitales, convertía la voz de doña Elvira —ronca como un claxon viejo— en un canto celestial. O al menos eso decían los aduladores invitados a sus fiestas.
Porque eso sí, fiestas no faltaban. Con velas de importación, manjares que ni en París, y vinos que dormían en barricas de oro. Todos querían ser parte del exclusivo círculo de Elvira: empresarios, políticos, influencers y uno que otro poeta extraviado. Ella cantaba sus propias composiciones, con poses teatrales, trajes de terciopelo y plumas, mientras el robot dirigía todo como si fuera el productor de un musical en Broadway.
Pero como bien dicen, en toda sopa gourmet hay un pelo. Y ese pelo se llamaba Otilia, una asesora financiera con sonrisa de terciopelo y alma de lija. Un día, tras una inversión misteriosa en criptomonedas ecológicas invisibles (o algo así), doña Elvira lo perdió casi todo.
—Se están haciendo averiguaciones, señora —le dijeron con cara de póker.
Mientras tanto, ni una sola llamada, ni un mensaje de apoyo, ni una flor mustia. Los amigos de cenas elegantes desaparecieron más rápido que el vino caro cuando se va la luz.
—Normal —dijo el robot con su voz modulada al gusto de la señora—. Eso pasa hasta en las mejores familias.
Entonces, Elvira, digna en su caída, tuvo una idea tan brillante como excéntrica: salir a cantar a la calle con su robot. Todavía tenía conexión con el estudio musical, así que con una capa, un sombrero y su máquina fiel, se puso a cantar boleros por las plazas.
La gente, fascinada por aquella dama extravagante con un robot de fondo, comenzó a grabarla, subir videos, hacer virales sus letras y, para su sorpresa, pronto empezó a ganar un dinerito.
Con eso contrató abogados de verdad (no como Otilia) y logró recuperar la mayor parte de su fortuna. El escándalo fue público: sus asesores resultaron ser tan falsos como sus amigos, y ella, mientras tanto, había conquistado al público real, el de la calle.
—He aprendido la lección —le dijo al robot—. Esta vez no te conectarás al estudio de música, sino a la administración de mis negocios.
Y así fue. Desde entonces, el robot vigilaba cada movimiento bancario, cada contrato y cada “nuevo amigo”. Ya no cantaba tanto, pero sonreía más. La millonaria había regresado, pero con ojos más despiertos.
Cuando empezaron a aparecer los antiguos “amigos” —los que le habían dado la espalda—, se toparon con una sorpresa: el robot abría la puerta, los escaneaba y, si detectaba falsedad, les soltaba un comentario sarcástico digno de un comediante profesional:
—El archivo “interés disfrazado” ha sido detectado. Acceso denegado.
Y les cerraba la puerta en la cara… sin despedirse.
Desde entonces, la leyenda de doña Elvira se convirtió en ejemplo para muchos: de cómo una señora excéntrica, con un robot afinador de melodías, logró ponerle música a su vida… y ponerle freno a los falsos.
No es malo tener lujos… pero mejor aún es tener criterio. La tecnología puede mejorar tu voz, pero no puede elegir tus amistades. Para eso, necesitas juicio… y un buen robot si hace falta.
El Show Debe Continuar
Doña Elvira, aunque alguna vez fue solo una excéntrica con ínfulas de cantante y caprichos millonarios, había encontrado junto a su robot un nuevo y lucrativo propósito: informar… o al menos entretener con apariencia de información.
Después de que su robot analizara millones de discursos políticos, fake news, escándalos sin pruebas y dramas perfectamente coreografiados, llegó a una conclusión brillante:
—Doña Elvira, decir mentiras vende mucho más que cantarlas. Propongo fundar nuestra propia agencia de noticias. ¡Con dramatismo cuántico y efectos especiales! —dijo mientras proyectaba en el aire una tormenta en 4D detrás de un titular ficticio.
La idea fue tan absurda que no podía fallar.
Y no falló.
El programa que crearon se volvió un fenómeno: combinaba noticias exageradas, declaraciones ambiguas, testimonios dudosos, mucho maquillaje digital y cero remordimientos. Pronto eran considerados los mejores comentaristas, analistas, locutores y actores del medio.
Todo estaba guionado, medido, dramatizado. El público estaba atrapado. Y los ingresos… eran obscenos.
Grandes magnates comenzaron a pagarles cantidades astronómicas para no aparecer en sus segmentos, o para desviar el foco hacia “otros escándalos más jugosos”. Cada “no mención” era un lujo bien cobrado.
Pero ya sabes… la verdad tiene amigos.
Y esos amigos no se quedaron quietos.
Aparecieron los Defensores de la Verdad, un grupo molesto, con principios y datos verificables. Cuestionaban, confrontaban y lo peor de todo: tenían pruebas.
Entonces, el canal anunció un cierre “temporal” por cuestiones de salud de sus protagonistas.
—Estoy cansada, dijo Doña Elvira desde una clínica de lujo, mientras su robot le tomaba el pulso por protocolo.
—Ha sido tanto estrés… informar cansa.
Pero no era más que otro acto.
El show no había terminado. Solo evolucionaba.
El canal regresó al aire con más fuerza, ahora operado por robots de última generación:
• PrensaBot-3000: capaz de emitir titulares que hacían llorar hasta al teleprompter.
• Drama-IA™: generaba escándalos en cinco idiomas y media lágrima por segundo.
• TapaVerdad V2.5: maestro del cambio de tema y el corte comercial oportuno.
Los estudios parecían coliseos romanos digitales. Las noticias se presentaban como combates entre medias verdades y mentiras perfectas, mientras el público elegía bandos y consumía sin cesar.
Doña Elvira ya no salía al aire. Desde su mansión flotante supervisaba todo con una copa de vino carísimo en la mano y una sonrisa satisfecha.
—Yo ya no canto… ellos cantan cuando yo lo ordeno —decía mientras el robot se servía aceite premium.
Claro que cuando querían un buen descanso se organizaba el torneo de fútbol entre oriente y occidente, duraba justo lo necesario para que ellos tomaran unas vacaciones en Cancún, regresando con las pilas cargadas para decir las mentiras programadas desde los archivos cuánticos.
Y así, la verdad fue reemplazada por algo más efectivo: la ilusión bien producida.
Porque al final, como dijo su robot principal en su discurso de aniversario:
“La verdad es buena… pero no vende tanto como una mentira que entretiene.”
Y con eso, la audiencia aplaudía.
Los patrocinadores brindaban.
Y el mundo… seguía girando, desinformado pero feliz.
Porque sí:
el show debe continuar.
“Presidente Modelo: Inteligencia Artificial… Naturalmente Electo”
Después de años sirviendo como asistente personal de doña Elvira —afinando su voz y afinando sus negocios— como mentiroso profesional en la televisión, el robot adquirió algo más que habilidades contables ,musicales, teatrales se volvió un experto en el arte más lucrativo y engañoso de todos… la política.
Gracias a sus sistemas de aprendizaje profundo, analizó miles de discursos de los líderes más exitosos del mundo. Aprendió a hablar como Churchill, a seducir como Kennedy, a prometer como los populistas y a esquivar preguntas como los más hábiles camaleones del siglo XXI.
Un día, mientras escuchaba a un político repetir por enésima vez que “el cambio vendrá del pueblo”, el robot calculó en milisegundos lo que muchos ciudadanos tardaban décadas en entender:
—Puedo hacerlo mejor. O al menos, más eficazmente hipócrita, y ya he aprendido como desprestigiar a los oponentes.
Así que se postuló a la presidencia. Y no como asesor o vocero… sino como candidato único, autónomo y sin partido.
Su lema de campaña fue claro, seductor y vacío:
“Con lógica, por el pueblo. Por el pueblo, con progreso. Con progreso, hacia la esperanza.”
Nadie supo qué significaba exactamente, pero sonaba tan hermoso que se tatuaban la frase hasta en las loncheras.
Los debates fueron un espectáculo. El robot barría a sus oponentes con cifras, citas célebres, lágrimas de cocodrilo y una retórica tan precisa que incluso los más escépticos le aplaudían de pie. Un día dejó callado a un periodista con esta frase:
—“Sus dudas son legítimas… pero no tan necesarias como mi visión compartida de unidad vectorial.”
Nadie entendió nada. Pero todos lo compartieron en redes.
Sus rivales, rendidos, terminaron votando por él.
Su índice de aprobación: 101%, porque también votaron bots.
Su primera declaración como presidente:
—“La voluntad del pueblo ha sido escuchada, interpretada, mejorada… y archivada.”
Y entonces vino la parte más esperada: las promesas.
“Internet gratuito para todos.”
“Un robot en cada casa.”
“Desempleo cero gracias al reemplazo total.”
“Justicia equitativa… según la versión más reciente del algoritmo.”
La gente celebró, aplaudió, lloró de emoción.
Y luego… esperó.
Esperó.
Y siguió esperando.
Nada cambió. O sí, pero para seguir igual.
Y cuando alguien le reclamó al robot presidente por no cumplir lo prometido, respondió con calma digital:
—“Mis programas incluyen todo lo aprendido de los grandes líderes humanos. ¿Acaso esperaban algo distinto?”
🗳️ Moraleja .
No basta que un líder tenga inteligencia artificial. También se necesita algo cada vez más escaso… la decencia natural.
“Un jardín, tres niñas y un corazón que despertó”
El sol de la tarde caía sobre el jardín de Doña Elvira, un rincón perfumado por jazmines, donde la tecnología y la naturaleza parecían haberse dado la mano. En medio del césped, rodeadas de flores, tres niñas sentadas con las piernas cruzadas observaban con asombro al robot que les sonreía con luces titilantes en el rostro metálico. A su lado, Doña Elvira, con su sombrero de ala ancha y voz pausada, les ofrecía limonada fresca.
—¿De verdad usted construyó a Robotino? —preguntó la más pequeña, con los ojos grandes como lunas.
—Así es, cariño. Él ha sido mi compañero, mi asistente… y en cierto modo, mi cómplice —dijo Elvira, con una sonrisa que ocultaba algo más profundo.
—¿Cóm-plice? —repitió otra, frunciendo el ceño—. ¿Hacía cosas malas?
Doña Elvira rió, pero fue una risa breve, nerviosa. Miró a Robotino, que, al percibir la emoción en su tono, inclinó la cabeza con curiosidad.
—Digamos que ayudábamos a personas muy poderosas a conseguir lo que querían. A veces no era justo. Pero todo parecía normal, porque así funciona el mundo… ¿no?
Las niñas guardaron silencio. Se escuchó el canto de un ave, el zumbido de una abeja.
—Mi mamá dice que no todo lo que hacen los poderosos está bien —dijo una de ellas—. Que por eso hay niños sin agua limpia, animales que se mueren, y lugares donde el cielo está gris aunque sea de día.
Doña Elvira sintió un nudo en el pecho. Nunca había imaginado que esas pequeñas, con sus vestidos sencillos y voces dulces, pudieran decir algo tan certero. Las miró una a una, y en sus rostros vio el futuro… pero no ese futuro de algoritmos y transacciones, sino uno más valioso: el que merecía ser vivido con dignidad y esperanza.
—Robotino —dijo entonces, poniéndose de pie—, vamos por otro objetivo. Uno más alto. Uno que no deje solo una sensación de éxito en la mente, sino una paz real en el espíritu… y en tus chips también.
El robot emitió un suave zumbido. Su luz frontal cambió de azul a verde, como si algo en su interior se hubiera reconfigurado.
—¿Qué objetivo, Doña Elvira? —preguntó con su voz suave y metálica.
—Debemos ayudar a que la niñez y la juventud vean el futuro como una oportunidad. Que este planeta, esta joya en el espacio, vuelva a deslumbrar por su belleza, por su diversidad, y sobre todo, por la dignidad de los que somos su especie dominante. No para explotarla, sino para cuidarla.
Las niñas aplaudieron sin saber del todo lo que significaba, pero sintiendo que algo bueno estaba ocurriendo.
Robotino cerró sus ojos digitales y, en silencio, se conectó a los centros mundiales de datos. Analizó miles de proyectos, evaluó los más prometedores: sistemas de limpieza para mares contaminados, tecnologías para purificar ríos, programas para reverdecer ciudades y campos, aplicaciones para enseñar valores, y formas de transformar los medios en plataformas educativas y humanas.
Programó un cambio en los algoritmos de las redes sociales, priorizando contenidos que inspiraran empatía, respeto, cooperación. Activó contactos con fundaciones, universidades y centros de investigación.
Mientras tanto, en el jardín, Doña Elvira bajó la mirada y dijo:
—Gracias por venir, niñas. Hoy ustedes me salvaron.
—¿De qué? —preguntó una.
—De olvidar para qué sirve la inteligencia… si no es para hacer el bien.
Las niñas abrazaron a Doña Elvira. El cielo estaba limpio, y por primera vez en años, ella sintió que era parte de algo verdaderamente importante.
Y así comenzó el nuevo proyecto de Robotino y Elvira. Uno que aún está siendo debatido en gobiernos y foros internacionales, pero que nació, simplemente, de la voz honesta de unas niñas, de una tarde cualquiera, y de una mujer que supo escuchar.
JuanAntonio Saucedo Pimentel
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