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miércoles, 16 de julio de 2025

La lección de los duendes


Había una vez un anciano llamado Librado que, con el corazón hecho pedazos, subió a lo más alto de una montaña. Caminó sin rumbo por el bosque, hasta que el cansancio y la sed lo obligaron a detenerse junto a un manantial de agua fresca.


Se agachó para beber, y justo entonces, escuchó una risita suave. Al levantar la vista, vio a un pequeño duende de ojos brillantes y sombrero puntiagudo que lo observaba con curiosidad.


—¿Qué hace un humano como tú tan lejos de cualquier pueblo? —preguntó el duende.


Librado suspiró.


—Vine a perderme… a desaparecer. Estoy cansado de que me ignoren, de que se burlen de mí, de que mis propios hijos solo se acuerden cuando hay herencia de por medio. Ya no quiero seguir así.


El duende lo miró en silencio por unos segundos y luego soltó una carcajada traviesa.


—¡Ja, ja! Entonces no es que quieras morir… solo no quieres estar con quienes te han herido. Te entiendo. Pero escucha bien, humano: aquí todos vivimos en paz. No hay dinero ni herencias que valgan, solo se valoran las buenas ideas, los sueños y la alegría. Eso sí, hay reglas que debes seguir.


Librado alzó la mirada, intrigado.


—Primero, no puedes contar a nadie lo que veas o escuches aquí. Y segundo… ¡debes participar en las fiestas de Luna llena! —gritó el duende, dando un salto—. Eso incluye bailar, claro. Pero dudo que aguantes más de una hora sin caer rendido.


Librado sonrió por primera vez en mucho tiempo. El duende llamó a unas ardillas y mapaches que le trajeron frutos, y le mostró una cueva acogedora donde dormir.


Esa noche durmió como nunca. Y los días que siguieron caminó entre árboles, respiró hondo, observó a los animales, y por fin, se sintió en paz.


Hasta que llegó la noche de Luna llena.


El duende apareció feliz, lo tomó del brazo y lo llevó al gran claro del bosque. Allí bailaban hadas, duendes, zorros y hasta búhos. La música era mágica, imposible de resistir. Librado, emocionado, comenzó a moverse… pero tras un rato, sus piernas temblaron y su pecho dolía. Se dio cuenta de que no podía seguir el ritmo. Nadie lo ayudó, nadie lo miró. Era un extraño en aquel mundo también.

El rey de los duendes se le acercó y dijo, si quieres que alguien te aprecie y se preocupe por ti, tienes que hacer méritos para ganarlo, se retiró a seguir bailando.


Librado salió del claro con dificultad. Caminó cuesta abajo, sin prisa, pero con una idea muy distinta en la cabeza.


Al llegar a casa, lo esperaban sus hijos, angustiados. Lo abrazaron con fuerza.


—Papá, nos tenías muy preocupados —le dijeron.


Él los miró, sorprendido. Y en ese momento comprendió algo que nunca antes había querido ver: quizá no lo habían tratado bien… pero él tampoco había sabido acercarse con cariño. Siempre esperaba que lo valoraran sin dar amor primero. Siempre señalaba, pero nunca ofrecía.


Desde entonces, Librado cambió. Empezó a contar historias a los niños del barrio, a sonreír a quienes pasaban, a interesarse por los demás. Y poco a poco, sin magia ni conjuros, la gente comenzó a buscarlo… no por una herencia, sino por lo bien que se sentían a su lado.


Cada luna llena miraba a lo lejos, hacia la montaña. A veces, juraba escuchar la música de los duendes. Y aunque ya no volvió a bailar con ellos, sabía que en su corazón, esa alegría vivía para siempre.


🌟 Mensaje final:


A veces creemos que nadie nos quiere, cuando en realidad, hemos olvidado cómo dar cariño. No podemos esperar que los demás nos aprecien… si primero no aprendemos a apreciar nosotros.



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